COMENTARIO
La paradoja de Bolsonaro y Trump
Los presidentes de Brasil y Estados Unidos están desacreditando a las instituciones estatales que ellos mismos lideran.
Parece una contradicción, pero si revisamos la historia del fascismo
encontraremos claves y antecedentes.
Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, y Donald Trump, presidente de Estados Unidos,
en la Casa Blanca en marzo de 2019 Credit... Doug Mills/The New York Times
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Jason Stanley y Federico Finchelstein
Son profesores de Filosofía e Historia.
The New York Times
3 de junio de 2020
Asistimos a una suerte de paradoja central en la política. Líderes autoritarios como Jair Bolsonaro y
Donald Trump han contribuido a desacreditar a las instituciones del gobierno
que ellos mismos encabezan. Bolsonaro —el presidente de Brasil, a quien se le
ha llamado el “Trump de los trópicos”— ha mostrado
preocupantes tendencias dictatoriales y, en cierta medida, fascistas. Y, al
igual que el presidente de Estados Unidos, denuncia frente a sus seguidores a
los órganos del Estado que lidera.
La paradoja se profundiza cuando se recuerda que ambos líderes se postularon a la presidencia de sus
países con una plataforma de ley y orden. A pesar de promocionarse como agentes
de la ley, ahora que son presidentes, piden abiertamente una especie de
revuelta contra las instituciones que la mantienen y regulan, de tribunales a
funcionarios independientes de justicia.
Solo en las últimas semanas, Bolsonaro despidió al director de la policía federal brasileña, Mauricio Valeixo, y Trump despidió a cinco funcionarios encargados de vigilar y resguardar el Estado de derecho al
interior de su gobierno.
Pero hay implicaciones más graves en ambos casos. Después del asesinato de George Floyd a manos de un
policía en Minneapolis, Trump ha amenazado con reprimir a los manifestantes e
incluso Twitter desplegó una advertencia en uno de los mensajes del presidente
estadounidense por “glorificar la violencia”. También Bolsonaro ha alentado la
violencia. En una ocasión, durante la campaña presidencial, le sugirió a sus seguidores disparar contra sus adversarios.
En lugar de promover la “ley y el orden”, este tipo de líderes parecen querer transformar el sistema
judicial en algo más parecido a una organización mafiosa, entidades que sean
leales a ellos. Pero en lugar de brindar la estabilidad prometida,
desestabilizan. Son, en pocas palabras, agentes del desorden.
Parece una ironía, entonces, que Bolsonaro haya usado como símbolo de su movimiento a la bandera
brasileña: al centro de la insignia del país está inscrito el lema “orden y progreso”.
En este contexto, la historia del fascismo puede brindar analogías útiles para este momento. Y
también nos permite establecer distinciones importantes.
Hoy Brasil es una democracia gobernada por un autócrata. La pregunta clave es si Bolsonaro ha
alcanzado la fase de movimiento fascista, promoviendo el desorden con el
objetivo de imponer el orden dictatorial. Elegido democráticamente, el líder
populista de extrema derecha parece jugar a iniciar una guerra civil que
convertiría a Brasil en un Estado fuerte y violento. Todo indica que,
preocupado por una investigación judicial abierta sobre posibles actividades criminales
de su círculo íntimo —que incluye la difusión de noticias falsas—,
Bolsonaro pretende que sus seguidores promuevan esta violencia y protesten
contra la separación de poderes.
En este punto, el caudillo brasileño se acerca a los líderes fascistas que crearon la fantasía de que la
violencia reinaba en las calles y, con esa excusa, impulsaron la formación de
milicias fascistas que promovían la mano dura. En otras palabras, establecieron
una profecía autocumplida: quienes promovieron el caos y la muerte fueron los
que prometieron resolver el problema.
La creación de grupos milicianos se produjo tanto en la Italia de Mussolini como en la Alemania de
Hitler antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. En el caso alemán, las
camisas pardas y las SS eran civiles armados dentro del partido que luego se
incorporaron al Estado.
La formación de grupos paramilitares en las dictaduras es bastante usual, pero el elemento definitivo
que acerca a Bolsonaro al fascismo es la defensa de la violencia como un fin en
sí mismo. Antes de llegar a la presidencia, Bolsonaro aseguró que el voto no era suficiente para cambiar las cosas y que era necesaria una guerra
civil en la que murieran miles de personas.
Algunos de los peores dictadores de la historia llegaron al poder a través de vías electorales y
legales. Una vez en el cargo, transformaron las instituciones del Estado en
organizaciones leales y, cuando enfrentaron obstáculos, utilizaron la violencia
con impunidad. La amenaza de violencia de las milicias armadas o grupos
paramilitares de civiles contra las instituciones estatales es a menudo
fundamental para el proceso mediante el cual los dictadores se adueñan de las
instituciones que hicieron posible que llegaran al poder.
La retórica de Bolsonaro parece inspirada en los regímenes totalitarios de Italia y Alemania, pero también incorpora
otros elementos más recientes de líderes autoritarios. Es el caso del
presidente venezolano Nicolás Maduro —quien en algún momento ordenó militarizar
a un millón y medio de civiles para enfrentar una supuesta invasión estadounidense—. También parece inspirarse en las posturas a favor
de las armas de Trump, quien, según algunos expertos, incitó a un grupo de
hombres que llevaron armas al Capitolio de Míchigan para pedir la “liberación” de su estado. Argumentar que la libertad se defiende con la violencia
ciudadana es grave durante la pandemia porque se corre el riesgo de equiparar
la libertad de tránsito con el legítimo anhelo de una reapertura económica. Esa
ecuación podría conducir a un resultado catastrófico: más violencia y
descontrol y más muertes ocasionadas por la COVID-19.
Es importante distinguir entre las distintas fases en la historia de los diferentes movimientos
políticos y sociales. Debemos diferenciar entre el momento en que buscan llegar
al poder y cuándo estos movimientos finalmente están en el poder.
El fascismo siempre constituye una amenaza. En
el presente, esta amenaza es la del fascismo en su fase de movimiento. En esta
fase, los fascistas socavan a las instituciones democráticas desde adentro y lo hacen hasta que estas capitulan. Si lo que
vemos en Brasil es el fascismo en su fase de movimiento, entonces las aparentes
paradojas que enfrentamos pueden ser explicadas. Brasil representa una señal de
advertencia para el mundo, y en particular para Estados Unidos en la era de Trump.
Proteger la democracia requiere la dedicación de los periodistas para investigar y revelar los abusos
de poder. De este modo, el disgusto de los ciudadanos puede canalizar este
conocimiento a través de reclamos concretos. También requiere aliados entre los
conservadores de partidos aliados al poder, políticos que sean capaces de poner
su lealtad en la democracia multipartidista por encima del poder. Por último,
se requiere que la policía y las fuerzas armadas se pongan del lado de la
Constitución. Cuando en el pasado ninguna de estas condiciones sucedió, el
fascismo terminó triunfando.
Jason Stanley es profesor de Filosofía en la Universidad de Yale. Su libro más reciente es Facha.
Federico Finchelstein es historiador y profesor de la New School for Social Research. Su libro más
reciente es A Brief History of Fascist Lies.
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