Ahora le toca a Estados Unidos
Ariel Dorfman
The New York Times ES
17 de diciembre de 2016
El presidente electo Salvador Allende llega
a rendir el último homenaje al general René Schneider. Credit Robert Quiroga/Associated
Press
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DURHAM, Carolina del Norte– Es tristemente familiar para mí la indignación
y alarma que muchos estadounidenses sienten ante la noticia de que sus
servicios de inteligencia han confirmado que Rusia intervino en las recientes
elecciones con la intención de que Donald Trump fuera el próximo presidente.
He vivido antes esa misma indignación, esa misma alarma.
Para ser más específico: la mañana del 22 de octubre de 1970, en lo que por
entonces era mi casa en Santiago de Chile, escuché, junto a mi mujer Angélica,
un flash extraordinario por la radio. Un comando de ultra-derecha había atentado contra el General René
Schneider, jefe de las fuerzas armadas chilenas. No había esperanza de que
sobreviviera a los tres balazos que había recibido.
Angélica y yo tuvimos la misma reacción: es la CIA, exclamamos, casi al
unísono. No teníamos en ese momento pruebas fehacientes de ello –si bien con el
tiempo aparecería abundante evidencia de que teníamos razón–, pero no dudábamos
de que se trataba de otro intento más de Estados Unidos de subvertir la
voluntad del pueblo chileno.
Seis semanas antes, Salvador Allende, un socialista de férreas convicciones
democráticas, había ganado la presidencia, a pesar de que Washington había
gastado millones de dólares en una campaña de guerra psicológica y
desinformación tratando de prevenir aquella victoria. El gobierno de Richard
Nixon no podía tolerar esa revolución sin violencia que proponía Allende, su
programa de liberación nacional y de justicia social y económica.
El país estaba plagado de rumores de un posible golpe de Estado. Ya había
sucedido en Irán y Guatemala, en Indonesia y Brasil, donde mandatarios
reacios a los intereses norteamericanos habían sido derrocados. Ahora le
tocaba el turno a Chile. Y, debido a que el general Schneider se oponía
tenazmente a esos planes, lo habían ultimado.
La muerte de Schneider no impidió que Allende asumiera el mando, pero la
CIA, obedeciendo las órdenes de Henry Kissinger, prosiguió su asalto a nuestra
soberanía durante los próximos tres años, con sabotajes a nuestra economía
(“que grite de dolor”, según palabras textuales de Nixon), y también
promoviendo bombazos y asonadas militares. Hasta que, finalmente, el 11 de
septiembre de 1973, Allende fue depuesto, y murió en el Palacio de La Moneda.
Fue el comienzo de una dictadura letal que duraría diecisiete años. Años de
tortura y ejecuciones, largos años de desapariciones, persecución y exilio.
En vista de tanto dolor, se podría presumir que estaría justificado cierto
regocijo de mi parte al ver a los estadounidenses agitados y furiosos ante el
espectáculo de su propia democracia mancillada por una potencia extranjera,
como fue mancillada la nuestra y la de tantas otras naciones por Estados
Unidos. Y, en efecto, es irónico que la CIA, la misma agencia que para nada le
importó la independencia de esas naciones, ahora se lamente de que sus tácticas
hayan sido imitadas por un pujante rival internacional.
Puedo saborear la ironía, pero confieso que no siento regocijo alguno. No
se trata tan solo de que, habiendo adquirido la nacionalidad estadounidense y
habiendo votado en esta última elección, de nuevo sea víctima de este tipo de
siniestra intromisión. Mi desaliento deriva de algo que va más allá de un
sentido personal de vulnerabilidad. Estamos ante un desastre colectivo: quienes
votan en Estados Unidos no deberían sufrir lo que nosotros, los que votamos en
Chile, ya padecimos. Es intolerable que el destino de los ciudadanos, del país
que fuere, sea manipulado por fuerzas foráneas.
Y es peligroso subestimar y despreciar la seriedad de esta violación de la
voluntad popular. Cuando Trump niega, como lo hacen también sus acólitos, que
su elección como presidente fue fruto, como aseguran los servicios de
inteligencia, de la intervención rusa, se está haciendo eco, extrañamente, de
los mismos argumentos con que nos respondieron los opositores de Allende cuando
muchos chilenos acusamos a la CIA de interferir en nuestros asuntos internos.
Trump usa términos idénticos a aquellos que se reían de nosotros en ese
entonces: tales alegatos, dijo, son “ridículos” e “inverosímiles”, pura “teoría
de la conspiración”, puesto que es “imposible saber quién está detrás de esto”.
En Chile, sí que terminamos sabiendo quien estaba “detrás de esto”. Gracias
a la Comisión Church del senado y su valiente informe de 1976, el mundo
descubrió los crímenes de la CIA, los múltiples modos en que había destruido la
democracia en países extranjeros con el supuesto fin de salvarlos del comunismo.
Estados Unidos merece, como lo merecen todas las naciones del planeta
–incluyendo, por cierto, a Rusia– la posibilidad de elegir a sus líderes sin
que alguien en alguna sala remota en un país lejano determine el resultado. El
principio de coexistencia pacífica y respeto mutuo es la piedra fundacional de
la libertad y la auto-determinación de los pueblos, un principio que,
nuevamente, ha sido vulnerado, perjudicando esta vez a Estados Unidos.
¿Qué hacer, entonces, para restaurar la fe en el proceso democrático?
Primero, tiene que haber una investigación pública, independiente,
transparente y exhaustiva de manera que, si ciudadanos estadounidenses y
agentes extranjeros colaboraron para adulterar el último proceso electoral,
ellos sean expuestos y castigados, por muy poderosos que sean. El presidente
electo debe exigir tal investigación en vez de mofarse de ella. La legitimidad
de su régimen, ya menoscabada por la significativa mayoría de Hillary Clinton
en el conteo del voto popular, depende de ello.
Pero hay otra misión, más elevada, que tendría que emprender el pueblo
mismo de Estados Unidos, hagan lo que hagan los políticos y los funcionarios de
inteligencia. Las implicaciones de este asunto deplorable deberían llevar a una
meditación incesante y despiadada acerca de los valores, las creencias y la
historia de este país compartido.
Estados Unidos no puede, de buena fe, denunciar lo que se ha perpetrado
contra sus ciudadanos decentes si no está dispuesto a confrontar lo que se
perpetró en su nombre contra ciudadanos igualmente decentes de otros países. Y
como resultado de esta auto-examinación, tendría que resolver firmemente nunca
más llevar a cabo tales actividades altaneras e imperiales.
¿Qué mejor ocasión para que América se mire en el espejo, qué mejor momento
que este para que el país de Abraham Lincoln enfrente su propia y auténtica
responsabilidad?
Ariel Dorfman es un escritor chileno-norteamericano, autor de La Muerte y la Doncella
y, recientemente, de las memorias Entre Sueños y Traidores y la novela Allegro.
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