03-03-2008
Locura electoral a la americana
Howard Zinn Progressive, marzo 2008
Hay en Florida un hombre que me escribe desde hace años (diez páginas
manuscritas), aunque nunca nos hemos visto. Me cuenta los distintos trabajos que
ha tenido –guardia jurado de seguridad, técnico de reparaciones, etc.—. Los ha
tenido de todos tipos, de noche y de día, a duras penas logrando mantener a su
familia. Sus cartas están siempre rebosantes de rabia, despotrican contra
nuestro sistema capitalista, incapaz de garantizar a los trabajadores “la vida,
la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Precisamente hoy he recibido una de
sus cartas. Afortunadamente, no manuscrita; ahora usa el correo electrónico:
“Bueno, hoy le escribo porque en este país hay una situación calamitosa que me
resulta intolerable, y tengo que decir algo sobre eso. Estoy enfurecido de veras
con esta crisis de las hipotecas. Estoy cabreado con esto de que la mayoría de
los norteamericanos tengan que vivir su vida en condiciones de perpetuo
endeudamiento, y de que tantos se estén yendo a pique bajo tanto peso. Me
cabrea, ¡maldita sea! Hoy he trabajado como guardia jurado, y mi tarea consistía
en vigilar una casa que ha sido embargada e irá a subasta. Han abierto la casa a
los visitadores, y yo estaba allí para hacer guardia durante las visitas. En el
mismo barrio había otros tres guardias jurados que hacían lo mismo en otras
casas. En los momentos tranquilos estaba allí sentado y me preguntaba quiénes
serían las personas desahuciadas y dónde estarían ahora”.
El mismo día en que recibo la carta, el Boston Globe publica un
artículo intitulado “Miles de casas embargadas en Massachussets en 2007”. El
subtítulo declara: “han sido requisadas 7.563 casas, casi el triple que en
2006”. Unas pocas noches antes, la CBS había informado de que 750.000 personas
con discapacidad esperan desde hace años sus ingresos asistenciales porque el
sistema de previsión social está insuficientemente financiado y no hay personal
bastante para atender a todas las demandas, ni siquiera a las más graves.
Historias como éstas pueden aparecer en los medios, pero desparecen en un
abrir y cerrar de ojos. Lo que no desaparece, lo que ocupa a la prensa día tras
día, imposible de ignorar, es el frenesí electoral.
Éste apasiona al país cada cuatro años, porque todos hemos sido educados en
la creencia de que votar es fundamental para determinar nuestro destino, que el
acto más importante que un ciudadano puede realizar es acercarse a las urnas
cada cuatro años para elegir a una de las dos mediocridades que nos han sido ya
escogidas por otros. Es un test con preguntas de múltiples respuestas tan
limitado, tan tramposo, que ningún profesor que se respetara lo daría como
examen a sus alumnos.
Y es triste decirlo, pero la contienda presidencial ha hipnotizado por igual
a la izquierda liberal y a los radicales. Todos somos vulnerables.
¿Acaso es posible encontrarse estos días con amigos y evitar el tema de
conversación de las elecciones presidenciales?
Las mismas personas que deberían andar más avisadas, las que no se han
cansado de criticar la presión de los medios de comunicación sobre la conciencia
nacional, se descubren paralizadas por la prensa, pegadas al televisor, mientras
los candidatos amiguean y sonríen proponiendo un mar de clichés con una
solemnidad digna de la poesía épica.
También en los llamados periódicos de izquierda, hay que admitirlo, se presta
una atención desorbitada al examen minucioso de los principales candidatos.
Ocasionalmente, se echa una mirada a los candidatos menores, aunque todos saben
que nuestro maravilloso sistema político democrático no les dejará franquear la
puerta.
No; no estoy adoptando una posición de ultraizquierda, según la cual las
elecciones serían totalmente irrelevantes, por lo que deberíamos negarnos a
votar a fin de preservar la pureza de nuestra moralidad. Desde luego que hay
candidatos que son un poco mejores que otros, y en ciertos momentos de crisis
nacional (los años 30, por ejemplo, u hoy), incluso una ligera diferencia entre
los dos partidos puede ser una cuestión de vida o muerte.
De lo que estoy hablando es de un sentido de la proporción que se desvanece
con la locura electoral. ¿Sostendrás a un candidato contra otro? Si, por dos
minutos; el tiempo que basta para depositar la papeleta en la urna.
Pero antes y después de esos dos minutos, nuestro tiempo, nuestra energía,
tenemos que emplearlos en instruir, movilizar, organizar a nuestros
conciudadanos en el puesto de trabajo, en nuestro barrios, en las escuelas.
Nuestro objetivo debería ser construir, fatigosa, paciente pero enérgicamente un
movimiento que, llegado a cierta masa crítica, puediera incidir en quienquiera
que esté en la Casa Blanca o en el Congreso, a fin de imponer un cambio en la
política nacional en las cuestiones de la guerra y de la justicia social.
Recuérdese que, aun cuando hay un candidato claramente mejor (sí, mejor
Roosevelt que Hoover; mejor cualquiera que Bush), esa diferencia quedará en
nada, a menos que el poder del pueblo se afirme de tal modo, que a los ocupantes
de la Casa Blanca les resulte muy difícil ignorarlo.
Las políticas sin precedentes del New Deal –asistencia social, seguro
de desempleo, creación de puestos de trabajo, salario mínimo, subvenciones para
la vivienda— no fueron simplemente el resultado del progresismo de Roosevelt. La
administración Roosevelt, cuando llegó al poder, se encontró con una nación que
bullía de agitación. El último año de la administración Hoover había visto la
rebelión del Bonus Army: millares de veteranos de la primera guerra
mundial marcharon sobre Washington para exigir ayudas al Congreso porque sus
familias pasaban hambre. Hubo manifestaciones de desocupados en Detroit,
Chicago, Boston, Nueva York y Seattle.
En 1934, al comienzo de la presidencia de Roosevelt, hubo huelgas en todo el
país, incluida una huelga general en Mineapolis, una huelga general en San
Francisco, centenares de miles de personas se cruzaron de brazos en las fábricas
textiles del Sur. Surgieron por todo el país consejos de obreros desocupados.
Las personas, desesperadas, se movilizaron autónomamente, imponiéndole a la
policía que volviera a meter los muebles en las casas de los inquilinos
desahuciados y creando organizaciones de autoayuda con centenares de miles de
miembros.
Sin una crisis nacional –pauperización económica y rebelión—, difícilmente
habría emprendido la administración Roosevelt aquellas valientes reformas.
Hoy podemos estar seguros de que el Partido Demócrata, a menos de enfrentarse
a una sublevación popular, no se moverá del centro. Los dos principales
candidatos a la presidencia han dejado claro que, si resultan electos, ni
pondrán fin a la guerra de Irak inmediatamente, ni instituirán un sistema de
asistencia sanitaria gratuita para todos.
No ofrecen un cambio radical respecto al statu quo.
No proponen lo que la actual desesperación popular exige desesperadamente, a
saber: la garantía por parte del gobierno de un puesto de trabajo para todos
quienes lo necesitan, un ingreso mínimo para todas las familias, una ayuda para
quienes corren el riesgo del embargo y subasta de su vivienda.
No sugieren recortes netos de los gastos militares o cambios radicales en el
sistema fiscal que liberarían miles de millones, acaso billones, destinables a
programas sociales para transformar nuestro modo de vida.
Nada de eso debería asombrarnos. El Partido Demócrata sólo ha roto con su
conservadurismo histórico, con su querer complacer a los ricos, con su
predilección por la guerra, cuando se ha encontrado con una rebelión de los de
abajo, como en los años 30 y en los años 60. No deberíamos esperar que una
victoria en las urnas comience a sacar al país de sus dos enfermedades
fundamentales: la codicia del capitalismo y el militarismo.
Por eso deberíamos liberarnos de la locura electoral en que se halla
engolfada la sociedad toda, incluida la izquierda.
Sí. Dos minutos. Antes y después, tenemos que movilizarnos personalmente
contra todos los obstáculos que se atraviesan en el camino de la vida, de la
libertad y de la búsqueda de la felicidad.
Por ejemplo, los embargos que están privando a millones de personas de sus
casas deberían recordarnos una situación muy parecida que se dio tras la guerra
revolucionaria [de Independencia], cuando los pequeños granjeros, muchos de
ellos veteranos de guerra (como hoy tantos sintecho) no podían permitirse pagar
los impuestos y fueron amenazados con la pérdida de sus tierras y de sus casas.
Se juntaron por millares ante las cortes de justicia e impidieron la ejecución
de las subastas.
Hoy el desahucio de las personas que no consiguen pagar sus alquileres
debería traer a nuestra memoria lo que hicieron las gentes en los años 30,
cuando se movilizaron y, desafiando a las autoridades, reintegraron a sus pisos
las pertenencias de las familias desahuciadas.
Históricamente, el gobierno, estuviese en manos de republicanos o de
demócratas, de conservadores derechistas o de liberales de izquierda, ha
fracasado siempre en punto a asumir las propias responsabilidades, hasta que se
ha visto presionado por la movilización directa: sentadas y giras de libertad
por los derechos de los negros, huelgas y boicots por los derechos de los
trabajadores, rebeliones y deserciones de los soldados para terminar con la
guerra. Votar es un gesto fácil y de utilidad marginal, pero es un pobre
substituto de la democracia, que exige la acción directa de ciudadanos
comprometidos.
Howard Zinn es coautor, junto con Anthony Arnove, de Voices of a
People's History of the United States. Su libro más reciente es A
Power Governments Cannot Suppress (Un poder que los gobiernos no pueden
suprimir).
Traducción para http://www.sinpermiso.info/: Ramona
Sedeño
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