11-10-2008
La ‘oleada’ que fracasó
¿Quién gobierna Afganistán?
Anand Gopal
TomDispatch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
En una entrevista en 1998 con Le Nouvel Observateur, Zbigniew Brzezinski, ex
consejero nacional de seguridad del presidente Jimmy Carter, habló
orgullosamente de como, en julio de 1979, había “firmado la primera directiva
para dar ayuda secreta a los oponentes del régimen pro-soviético en Kabul” y
haber ayudado al hacerlo a atraer a una fuerza expedicionaria rusa a Afganistán.
“El día en el que los soviéticos cruzaron oficialmente la frontera,” agregó
Brzezinski, “escribí al presidente Carter, diciendo, en esencia: ‘Ahora tenemos
la oportunidad de dar a la URSS su Guerra de Vietnam.’” Y así lo hicieron – con
la ayuda de la CIA, dinero saudí, los servicios de inteligencia paquistaníes, y
un influjo de yihadistas árabes, incluyendo a Osama bin Laden. De hecho, su
Guerra Afgana resultó ser mucho más desastrosa para la Unión Soviética que la
derrota en Vietnam había sido para EE.UU. Para cuando los soviéticos retiraron
sus últimas tropas en febrero de 1989, la economía de la superpotencia más débil
de la Guerra Fría se tambaleaba al borde del precipicio. Menos de tres años
después, la propia Unión Soviética había dejado de existir, incluso cuando en
Washington, incrédulos al principio, luego festivos, declaraban victoria
eterna.
Está mucho más claro ahora, cuando el poder económico estadounidense se
desmorona visiblemente, que más que un vencedor y un vencido hubo dos grandes
potencias perdedoras en la Guerra Fría. La más débil, la Unión Soviética,
simplemente implosionó primero, mientras que EE.UU., envuelto en una retórica de
triunfalismo y autoalabanza, tardó mucho más en hacer mutis. Pocos hablan en
este caso, sin embargo, de una grotesca ironía: mientras EE.UU. parece estar
experimentando las primeras etapas de su implosión imperial, está también – como
la Unión Soviética en los años ochenta – envuelto en una guerra sin fin en
Afganistán contra un ejército variopinto de insurgentes afganos apoyados por
voluntarios yihadistas extranjeros.
Hay una diferencia, evidentemente: Los soviéticos fueron, en parte, llevados
al borde de la bancarrota y el colapso por una guerra apoyada incondicionalmente
y con miles de millones de dólares así como inyecciones masivas de armamento,
por la otra superpotencia. EE.UU. va hacia una situación parecida sin que haya
una superpotencia enemiga a la vista. En todo caso, se podría decir que un solo
hombre – Osama bin Laden – ha jugado el papel de la antigua superpotencia, lo
que, si los resultados fueran menos sombríos, sería algo casi ridículo. Que haya
llegado a suceder esto, claro está, es parcialmente el resultado de los
numerosos disparates imperiales del gobierno de Bush, incluyendo su invasión de
Iraq y su afán de ocupar las tierras petrolíferas del planeta, de Oriente
Próximo a Asia Central. Como todas las analogías históricas, la afgana podría
ser menos que exacta, pero nos mira a la cara y, por extraño que sea, cuesta
explicar su ausencia de la discusión aquí en EE.UU.
Si se quiere comprender hasta qué punto EE.UU. está ahora atrapado en su
propia catastrófica Guerra Afgana, basta con leer el siguiente informe. Por
razones obvias es raro que TomDispatch tenga reportajes inmediatos. Así que,
consideradlo una ocasión excepcional. Anand Gopal es un excelente joven
periodista que escribe regularmente para el Christian Science Monitor. Aquí,
considera la fracasada ‘oleada’ de EE.UU. en Afganistán – sí, hubo una en 2007 –
así como los costes para civiles afganos, y los cada vez más poderosos talibanes
que han emergido de ella. Su informe no podría ser más vívido o más sobrio para
un país que se prepara, bajo un nuevo presidente, a lanzar aún más tropas a
Afganistán. Tom
La ‘oleada’ que fracasó
Afganistán bajo las bombas
Anand Gopal
Un poco después de medianoche en una apacible noche a fines de agosto,
Hedayatullah se despertó sobresaltado por una explosión ensordecedora. Salió de
su cama dando traspiés y escuchó voces furibundas que se aproximaban.
Repentinamente, las puertas de su dormitorio se abrieron estrepitosamente e
irrumpieron docenas de siluetas, algunas gritando en un lenguaje extraño.
Los intrusos vendaron los ojos de Hedayatullah y, gritando furiosos, lo
tiraron al suelo. Una voz afgana le dijo que no se moviera ni hablara, o lo
matarían. Trató de oír sonidos de la habitación próxima, donde su hermano
Noorullah dormía con su familia. Pudo oír a su sobrino, de ocho meses, gritando
histéricamente. Luego vino el sonido de un rifle automático, y su sobrino dejó
de gritar.
El resto de la familia – en total 18 personas, incluyendo a tías, tíos, y
primos – fue agrupado afuera, en la oscuridad. La voz afgana explicó a la madre
aterrorizada de Hedayatullah: “Somos del Ejército Nacional Afgano. Estamos aquí
para acompañar a los militares estadounidenses. Los estadounidenses han matado a
uno de sus hijos y a sus dos hijos. También dispararon a su mujer y la están
llevando al hospital.”
—¿Por qué? —tartamudeó la madre de Hedayatullah.
—No hay ningún por qué —respondió el soldado. Al escucharlo, ella comenzó a
gritar, golpeando su pecho, angustiada. Los soldados afganos la dejaron y
cargaron a Hedayatullah y a su primo en la parte trasera de un furgón, después
de lo cual partieron con un convoy estadounidense hacia la oscura noche.
El día siguiente, las fuerzas afganas liberaron a Hedayatullah y a su primo,
calificando toda la incursión de error. Pero la mujer de Noorullah, con meses de
embarazo, nunca volvió a casa. Murió en camino al hospital.
‘Oleada’ en Afganistán
Cuando dentro de decenios, los historiados recopilen la historia de esta
guerra afgana, ubicarán la fecha de la versión afgana de la ‘oleada’ – la
versión que ahora está de moda de grandes cantidades de soldados para resucitar
un esfuerzo bélico en decadencia – en algún momento a comienzos del año 2007.
Entonces, una creciente insurgencia causaba problemas visibles a las fuerzas de
EE.UU. y de la OTAN en ciertos focos en las partes sureñas del país, un antiguo
bastión talibán. Como reacción, los planificadores militares reforzaron
dramáticamente la presencia internacional, aumentando la cantidad de tropas
durante los 18 meses siguientes en 20.000, un 45% de aumento,
Durante ese período, sin embargo, la violencia también aumentó – en un 50%.
Este hecho no debiera sorprender. Más soldados significan más objetivos para los
combatientes talibanes y atacantes suicidas. Como reacción, las fuerzas
internacionales se desquitaron con masivas campañas de bombardeos aéreos y
allanamientos de casas en gran escala. La cantidad de civiles muertos en el
proceso aumentó vertiginosamente. En los quince meses de esta ‘oleada’, han sido
muertos más civiles que en los cuatro años anteriores en su conjunto.
Durante el mismo período, el país descendió a un estado de extremo desamparo
– sin puestos de trabajo, muy poca reconstrucción, y cada vez menos seguridad.
Por su parte, el creciente número de víctimas mortales civiles y la decadencia
de la economía resultaron ser una receta ventajosa para los talibanes, quienes
reclutaron cantidades considerables de nuevos combatientes. También consiguieron
la simpatía de afganos que los veían como un mal menor. Otrora confinados al
profundo sur afgano, actualmente los insurgentes operan abiertamente ante las
puertas de Kabul, la capital.
Esta última ‘oleada’, poco mencionada por los medios, fracasó miserablemente,
pero ahora Washington planifica otra, mientras Afganistán se les escapa. Más
botas en el terreno, sin embargo, harán poco por encarar las causas reales de la
tragedia que se desarrolla en este país.
Venganza y los talibanes
Un día, mientras Zubair iba caminando a casa en la provincia sureña de
Ghazni, notó el extraño silencio en la fábrica de alfombras cercana. Es extraño,
pensó, porque usualmente se oía el estrépito de los telares al acercarse. Al dar
vuelta a la esquina, vio a una multitud, aldeanos y trabajadores de la fábrica,
reunida alrededor de su casa en ruinas. Una bomba estadounidense la había
arrasado, convirtiéndola en un montón de bloques de cemento y de ladrillos
pulverizados. Corrió hacia la escena. Fue solo entonces, al pasar empujando a
través de la multitud y al llegar a las ruinas que vio realmente lo que pasaba –
la cabeza cercenada de su madre que yacía entre los muebles destrozados.
No gritó. En su lugar, la visión produjo una especie de catatonía: levantó la
cabeza, la meció en sus brazos, y comenzó a caminar sin rumbo fijo. Continuó así
durante días, hasta que los ancianos de la tribu arrancaron la cabeza de sus
manos y lo convencieron de que encarara su pérdida de un modo más constructivo.
Decidió que se vengaría convirtiéndose en atacante suicida, infligiendo una
pérdida a alguna familia estadounidense, tan dolorosa como la que acababa de
sufrir.
Cuando uno decide convertirse en atacante suicida, es bastante fácil
encontrar a los talibanes. En el caso de Zubair simplemente pidió a un pariente
que lo enviara al talibán más cercano; todas las aldeas en el sur y el este del
país tienen por lo menos a unos pocos. Los encontró y se entrenó – sí, los
atentados suicidas requieren entrenamiento – durante un cierto tiempo y luego le
colocaron el último modelo de chaleco suicida. Una mañana, se fue, tal como se
lo mandaron, hacia un edificio de oficinas en el que consejeros estadounidenses
entrenaban a sus homólogos afganos, pero antes de que pudiera detonar su
chaleco, un par de agentes de inteligencia perspicaces lo localizaron y lo
arrojaron al suelo. Zubair ahora pasa sus días en una prisión afgana.
Un sondeo del periódico canadiense Globe and Mail de 52 combatientes
talibanes realizado este año reveló que 12 habían sufrido la muerte de miembros
de sus familias en ataques aéreos, y seis se sumaron a la insurgencia después de
tales ataques. Muchos más que los que se unen, ofrecen su apoyo.
Bajo las bombas
En las enlodadas afueras de Kabul, ha estado brotando un vecindario
improvisado, repleto de civiles que huyen de los regulares bombardeos aéreos
aliados en el campo afgano. Sherafadeen Sadozay, un pobre campesino del sur,
habló por muchos cuando me dijo que antes no tenía ninguna opinión sobre EE.UU.
Entonces, un día, la carga de una incursión estadounidense dividió su casa en
dos, eviscerando a su mujer y sus tres hijos. Ahora, dice, preferiría que los
talibanes volvieran al poder que tener que mirar nerviosamente todos los días
hacia el cielo.
Incluso cuando las bombas no caen, es bastante peligroso ser afgano. El
periodista Jawed Ahmad cumplía una misión para la televisión canadiense en la
ciudad sureña de Kandahar cuando fue detenido por soldados estadounidenses.
Encontraron en su poder números de contacto a los teléfonos móviles de varios
combatientes talibanes – algo que tiene todo buen periodista en el país – y lo
arrojaron a la prisión, y no se supo de él durante casi un año. Durante los
interrogatorios, dice Ahmad, los carceleros estadounidenses lo patearon,
golpearon su cabeza contra una mesa, y en un caso le impidieron que durmiera
durante nueve días. Lo mantuvieron de pie en una pista de despegue nevada
durante seis horas sin zapatos. Dos veces se desmayó y dos veces los soldados le
obligaron a volver a ponerse de pie. Después de 11 meses de detención, las
autoridades militares le entregaron una carta declarando que no era una amenaza
para EE.UU. y lo liberaron.
Muerto de hambre en Kabul
Si uno camina por su calle, no pasa un solo día sin ver a Zayainullah.
Recuerdo haber visto siempre al niño de 11 años encaramado en la acera de una de
las intersecciones más concurridas de Kabul. Zayainullah tiene un solo brazo;
los talibanes le volaron el otro cuando era niño. Usa su brazo para pedir
limosnas, silenciosamente por las mañanas, con más desesperación a medida que
pasa el día. Sus padres han muerto, así que vive con su tía viuda. Por las
costumbres del Afganistán moderno, ella no puede trabajar porque una mujer
necesita la aprobación de un hombre para abandonar la casa. Así que coloca al
joven Zayainullah en la calle como su único sostén económico. Si llega a casa
con las manos vacías, lo golpea, algunas veces hasta que ya no se puede
mover.
Ahí está sentado, sin camisa, con su vientre agitado, abultado – dilatado por
la severa desnutrición – mientras muchos otros mendigos y peatones pasan a su
lado. Sin embargo, nadie lo ve, porque la pobreza se ha vuelto endémica en este
país.
Afganistán es ahora uno de los países más pobres del planeta. Toma su sitio
entre naciones desesperadas, indigentes, como Burkina Faso y Somalia cada vez
que alguna organización internacional se da la molestia de medirlo. La tasa
oficial de desempleo, calculada por última vez en 2005, fue de un 40%. Según
cálculos recientes, ahora podría llegar a un 80% en algunas partes del país.
Aproximadamente un 45% de la población no puede comprar suficiente alimento
para garantizar niveles de salud imprescindibles, según la Brookings
Institution. Funcionarios afganos afirman que durante este invierno el hambre
podría matar hasta a un 80% de la población en algunas provincias del norte
afectadas por una cruel sequía. Aparecen informes sobre padres que venden a sus
hijos sólo para poder subsistir. En un distrito de la provincia sureña de Ghazni
las cosas se pusieran tan mal en la primavera pasada que los aldeanos comenzaron
a comer pasto. La gente del lugar dice que después de un invierno duro, casi sin
alimentos, no les quedó otra alternativa.
Kabul mismo está en un estado miserable. Las calles no han sido pavimentadas
desde 2001. Masivos cráteres resultantes de décadas de guerra marcan la capital.
Los afganos pobres viven en madrigueras que se desmoronan, sin electricidad y a
menudo sin agua potable segura. Kabul, una ciudad diseñada para unas 800.000
personas, contiene ahora más de cuatro millones, en su mayoría apretujadas en
asentamientos informales y tugurios.
Washington gasta cerca de 100 millones de dólares por día en esta guerra –
cerca de 36.000 millones de dólares por año – pero sólo cinco centavos por dólar
son efectivamente utilizados para la ayuda. De esa suma miserable, el Organismo
de Coordinación de Agencias para la Ayuda Afgana estableció que “un alarmante
40% ha vuelto a los países donantes en beneficios y salarios corporativos.” La
economía está tan subdesarrollada que la producción de opio representa más de la
mitad del producto interno bruto del país.
El poco dinero que llega a la reconstrucción es entregado a multinacionales
de EE.UU. que entonces subcontratan a socios afganos y ahorran por donde pueden.
Como resultado, la ONU posiciona al país como el quinto menos desarrollado del
mundo – un lugar bajo su posición en 2004.
Puede que el gobierno y las fuerzas de la coalición no estén creando puestos
de trabajo en Afganistán, pero los talibanes sí lo hacen. Los insurgentes pagan
a los combatientes – en algunos casos – hasta 200 dólares por mes, una ganancia
inesperada en un país en el que un 42% de la población gana menos de 14 dólares
al mes. Cuando una fábrica textil en Kandahar despidió a 2.000 trabajadores en
septiembre, la mayoría se unió a los talibanes. ¿Y ese distrito en Ghazni donde
la gente del lugar se vio reducida a comer pasto? Ahora es un baluarte
talibán.
En moto por Kabul
Un aluvión de atentados suicidas y de ataques notorios en los últimos años
han convertido Kabul en una especie de Estado guarnecido de tropas, con bloques
de ruta y puntos de control que atascan muchas de las principales arterias de la
ciudad. El tráfico es, a veces, insoportable, así que compré una motocicleta
nueva, importada de Irán, que puede serpentear hábilmente por el tráfico. Hace
poco iba holgazaneando en mi moto cuando me detuvo un comandante de policía.
—Linda moto —me dijo.
—Gracias —respondí.
—¿Es nueva?
—Sí.
—Quisiera tenerla. Bájese.
Lo miré, incrédulo, sin comprender al principio que lo decía muy en serio.
Entonces comencé a amenazarlo, diciendo que iba a llamar a cierto amigo
influyente si llegaba a ponerle la mano encima. Con eso terminé por dar en el
blanco y se echó atrás, haciéndome señal de que me fuera.
Los periodistas podrán tener amigos influyentes, pero los afganos de a pie
normalmente no tienen esa suerte. La gente del lugar tiende a temer a la policía
local tanto como a los numerosos criminales que rondan por las calles de Kabul.
La fuerza policial, notoriamente corrupta, es sólo una cara de un gobierno que
gran parte de la población ha llegado a despreciar.
Se sabe que la policía roba a pasajeros en los puntos de control. Muchos de
los principales miembros del parlamento y funcionarios del gabinete lucen
largos, sangrientos, antecedentes de abusos de los derechos humanos. Violadores
y peligrosos criminales usan regularmente sobornos para salir de prisión. Los
señores de la guerra y los comandantes de milicias se desenfrenan en el norte,
violando regularmente a mujeres jóvenes y apoderándose impunemente de las
tierras de aldeanos. Durante este año, los periódicos revelaron que el
presidente Hamid Karzai perdonó a un par de esos milicianos acusados de violar
con bayonetas a una joven.
Lo que haga Karzai apenas importa, sin embargo. Después de todo, su gobierno
apenas funciona, La mayor parte del país está desmembrada en feudos dirigidos
por comandantes de poca monta. Un informe de inteligencia de EE.UU. de la
primavera de 2008 calcula que el gobierno central controlaba entonces sólo un
30% del país, y muchos dicen que ahora hasta eso es una evaluación
optimista.
Si uno conduce unos pocos kilómetros afuera de Kabul, los caminos son
controlados por bandidos, policías fuera de servicio, o cualquier otro que tenga
un arma y sepa como hacer dinero fácil. La popularidad del gobierno de Karzai ha
caído a tales niveles que, aunque parezca mentira, muchos afganos en Kabul son
invadidos por la nostalgia cuando hablan de los días del doctor Mohammad
Najibullah, el último dictador comunista. “Ese gobierno era cruel e indiferente,
pero por lo menos nos daba algo,” me dijo, de modo típico, un amigo afgano. El
gobierno de Karzai no provee casi ningún servicio social, y todos sus esfuerzos
se concentran en el intento de mantenerse unido.
Gobierno fantasma
El poder detesta un vacío, y por lo tanto, en las áreas en las que el control
del gobierno central se ha derrumbado, el Emirato Islámico de Afganistán – el
gobierno talibán – se alza en su lugar. En Wardak, una provincia que limita con
la provincia Kabul, los talibanes tienen un punto de apoyo estable, completo con
un gobierno fantasma de alcaldes y jefes de policía. En Logar, otra de las
provincias vecinas de Kabul, algunas áreas “controladas por el gobierno”
consisten de la casa del jefe de distrito, la instalación cercana de la OTAN, y
nada más.
Con el crecimiento de los talibanes en esas áreas viene su tristemente
célebre tipo de justicia. Cortes fantasma proporcionan ahora el tipo de
enjuiciamientos y castigos draconianos al estilo talibán en numerosos distritos
y cada vez más gente del lugar se dirige a ellas para resolver disputas, sea por
miedo o porque son mucho más eficientes que los corruptos tribunales del
gobierno. Los talibanes cortaron recientemente las orejas de un maestro de
escuela en la provincia Zabul por trabajar para el gobierno. Abatieron a tiros a
un percusionista en Ghazni simplemente por tocar música en público. Incluso las
inicuas ejecuciones públicas están de vuelta. Los talibanes invitaron
recientemente a periodistas a presenciar la ejecución de un par de mujeres por
acusaciones de prostitución.
Los talibanes están tan poco interesados en servicios sociales y derechos
humanos como el gobierno de Karzai o las fuerzas internacionales, pero saben
como utilizar en beneficio propio un mundo de pobreza, inseguridad, y muerte
causada por misiles guiados por láser. Por ello se extiende el Emirato Islámico,
comenzando, como tantas malezas, a salir a la luz en áreas donde el gobierno ha
fracasado. A medida que el gobierno central gira hacia la irrelevancia, todo el
sur y el este de Afganistán se están convirtiendo en pantano talibán ante
nuestros propios ojos.
Una guerra por perder
Una noche los talibanes atacaron un punto de control de la policía cerca de
mi casa en Kabul, matando a tres policías. A la mañana siguiente, cuando un
contingente policial llegó a la escena para investigar, una bomba que los
rebeldes habían colocado astutamente cerca del lugar estalló y mató a dos más.
Llegué poco después para encontrar trozos de carne calcinada por todo el lugar y
un furgón policial destrozado, volcado sobre un montón de escombros.
El ataque no fue una gran noticia entonces, pero fue realmente la penetración
más profunda que los insurgentes hayan realizado en la capital desde que fueron
derrocados hace siete años. Habían enviado a numerosos atacantes suicidas
individuales a la capital y también la habían atacado de vez en cuando con
cohetes, pero nunca habían entrado como fuerza atacante a pie. Cuando dije a un
colega afgano que no podía creer que los talibanes estuvieran entrando a Kabul
de esa manera, respondió: “¿Entrando? Han estado aquí. Sólo esperaban el fracaso
del gobierno y EE.UU.”
El fracaso es una noción que ahora preocupa a la dirigencia occidental de
esta guerra. Es el motivo por el que se apuran por introducir una solución de
‘oleada’ más.
Por cierto, los talibanes no van a capturar Kabul en cualquier momento; las
fuerzas internacionales son de lejos demasiado poderosas como para derrotarlas
por medios militares. Pero los estadounidenses tampoco pueden derrotar a los
talibanes; las guerrillas están arraigadas demasiado profundamente en un país
marcado por la falta de puestos de trabajo, de seguridad, y de esperanza. El
resultado es una guerra de desgaste, en la que los estadounidenses planifican
echar aún más leña al fuego agregando aún más soldados el próximo año.
Es una guerra que se gana construyendo carreteras, creando puestos de
trabajo, limpiando el gobierno, y dando a los afganos algo que les ha faltado
terriblemente en los últimos 30 años: esperanza. Sin embargo, la esperanza
desaparece rápidamente en este país, y es un hecho que Washington no puede
ignorar; porque una vez que los afganos pierdan toda esperanza, los
estadounidenses habrán perdido esta guerra.
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Anand Gopal escribe frecuentemente sobre Afganistán, Pakistán, y la “Guerra
contra el Terror.” Es corresponsal del Christian Science Monitor, basado en
Afganistán. Para más información y despachos desde la región, visite:
anandgopal.com.
Copyright 2008 Anand Gopal
http://www.tomdispatch.com/post/174986/anand_gopal_who_rules_afghanistan_
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