Nueva York:
Tan americano como ir de compras y torturar: Teatro ambulante
durante el Día Internacional de los Derechos Humanos
Sunsara Taylor
|
fotos: Stanley Rogosuki |
El siguiente informe, sobre una protesta contra la tortura que ocurrió en
Nueva York el 10 de diciembre, es del portal de la organización El Mundo no
Puede Esperar—Fuera Bush y su Gobierno. La protesta fue una respuesta a su
llamado para el 10 y 11 de diciembre: “Pronúnciate contra la tortura y ponte
overoles naranja”, que dice: “Ponte por un día la ropa que los presos de
Guantánamo deben ponerse todos los días… manifiéstate contra la tortura que
lleva a cabo nuestro gobierno en nuestro nombre, una realidad que debemos
confrontar todos los días”. Para más informes sobre otras protestas del 10 y 11
de diciembre, visita el portal worldcantwait.org.
El domingo 10 de diciembre, el Día Internacional de los Derechos Humanos, fue
un día soleado; los turistas y los compradores hacían cola como de costumbre en
estas fechas. Cientos de personas por la calle Broadway y alrededor de la
esquina esperaban su oportunidad de ver las famosas vitrinas navideñas de la
tienda Macy’s. Música grabada saludaba a la multitud que pasaba con niños en los
hombros, bolsas de compras en la mano, dinero para gastar y el cuello estirado
para alcanzar a dar un vistazo a los regalos y al árbol de navidad.
Inevitablemente, sin querer, los ojos de los compradores se volteaban de las
ventanas hacia nosotros. En la acera de enfrente, 12 personas estábamos
agachadas con capuchas negras y con overoles naranja brillante: el uniforme de
marca registrada de Guantánamo. Teníamos las manos agarradas a la espalda, como
si estuviéramos esposados. Sin que se dieran cuenta, por las capuchas que nos
ocultaban la cara, nosotros mirábamos sus expresiones.
La cara de una joven blanca hacía una mueca al agarrar el brazo de su novio:
“Wow”, exclamó y luego: “Esto es intenso”. Un grupo de amigos migrantes dejó de
conversar; su conversación perdió importancia. Los niños miran hacia arriba,
buscando una explicación de sus padres. ¿Pero cómo explicarle a un niño la
imagen viva de angustia sin fin y de tortura que se lleva a cabo en nuestro
nombre?
Se hace así: “No importa, querida. No les gusta nuestro presidente”.
O así: “Están mostrando algo que no debería pasar. Está bien lo que hacen”.
O así, cantado en voz alta por una joven negra que empujaba una carreola para
que todos oyeran: “¡Así es! ¡¡Tenemos que sacar a ese pinche Bush!!”.
Pero no importa cómo se lo explicaran, los niños seguían mirando, aunque sus
padres los tiraban del brazo.
Ellos no eran los únicos. Muchos se quedaron mirando de un lado al otro de la
calle: las vitrinas con ese brillo, altares al consumismo y el espíritu
navideño, y a nosotros debajo de las capuchas, réplicas vivas de los espíritus
humanos devorados por la inacción y la conformidad de los estadounidenses.
George Bush nos dice a todos: “Nos odian por las libertades que tenemos”. A
todos nos dijeron que fuéramos de compras, para que no “ganen los terroristas”.
Recordé eso cuando la semana pasada escuchaba la historia espantosa de Khaled
El-Masri en el programa “Democracy Now”, que provocó la idea de traer las
capuchas anónimas de víctimas de tortura al corazón de compras de Nueva York, la
cuna de la película Miracle on 34th Street (Milagro en la calle
34).
El-Masri, un ciudadano alemán, fue secuestrado y torturado por el gobierno
estadounidense en una mazmorra secreta de la CIA. Lo golpearon, lo patearon y lo
alimentaron a la fuerza durante meses, mientras le contaban del tratamiento que
recibían otros detenidos: colgados del techo durante días en frío extremo,
ahogamiento simulado, fractura de piernas y brazos, dientes rotos. Él no tuvo
audiencia, derecho a los tribunales, y aun ahora que está libre no le han dado
ninguna explicación de por qué lo detuvieron.
A juzgar por las caras que se transformaban delante de nosotros (de
celebremos las navidades a una mirada de confusión y seria perturbación), puede
que muchos hayan aprendido a borrar eso de la mente, pero no es todavía algo con
lo que estén a gusto.
Pero, como dice la convocatoria de El Mundo no Puede Esperar: “Si no nos
oponemos y movilizamos para parar esto, nos obligarán a aceptarlo”.
Otros han aprendido a aceptar y a celebrar la barbaridad de la tortura. Esos
eran los que gritaban: “¡Si odian este país, se lo merecen!”, o “¡¡Vamos a estar
allá cuatro años más!!”.
Sería agradable decir que son apenas los aullidos de unos tontos
intolerables, pero ese es el espíritu y el nivel de conversación que se ha
apoderado de gran parte de las emisoras y las salas del poder. Fue el
vicepresidente quien dijo que la tortura conocida como “el submarino” (simulacro
de ahogo) es simplemente un “remojo” y algo “obvio” que hacer. Fue en
público que John Yoo, el arquitecto del programa de tortura de Bush, dijo
que el presidente tenía el derecho a torturar “aunque eso incluya aplastar los
testículos del hijo de la persona torturada”. Y fue el comandante en jefe quien,
al abogar por la Ley de Comisiones Militares, que desatiende las Convenios de
Ginebra, preguntó con incredulidad: “¿Qué quiere decir eso de ‘atentados contra
la dignidad humana’?”.
Pero la hostilidad de los hombres que nos maldijeron hizo que muchos
voltearan a vernos y sacudió a otros de su indiferencia. Sacaron cámaras de
teléfono móvil y de bolsillo. Los labios formaban lo que nuestras pancartas
decían: “Fuera el gobierno de Bush”.
A mi derecha, una voz perforó el alboroto de tráfico, teléfonos móviles y
bromas. ¡Un joven del Medio Oriente agita los brazos y clama: “Odio a este
presidente! ¡Odio lo que hace! ¡Miren esto! ¡Miren lo qué está haciendo!”. Sus
dos amigos lo miraban con asombro por la profundidad de su emoción. Uno era
latino y el otro blanco. Al verlo, se empezó a formar un grupo más grande.
Empezaron a tomar los volantes que distribuíamos y empezaron conversaciones a
susurros entre familias y amigos.
Yo no estaba sorprendida por la profundidad de sus emociones, pero sí me
impresionó su valentía. Nada podría impedirle al gobierno detenerlo. Considérese
el caso de Dilawar, de 22 años de edad, considerado inocente por la mayoría del
personal militar estadounidense que lo detuvo cuando conducía su taxi frente de
una base en Bagram, Afganistán. Pesaba apenas 122 libras, pero lo encadenaron al
techo. Los guardias se turnaron a golpearle las piernas más de 100 veces con tal
fuerza que ya no se doblaban. Se reían porque cada vez que lo golpeaban él
gritaba “Alá”. A los cuatro días, todavía encadenado al techo, murió. Su
autopsia describió que el trauma era comparable a ser atropellado por un
autobús.
Las rodillas y espaldas nos comenzaron a doler por estar agachados, y la
gente seguía pasando. Nos miraban y se veía también intensidad en los rostros de
los que no se paran. No teníamos ninguna duda de que durante la cena y el café,
a través de llamadas telefónicas y correos electrónicos, habíamos provocado una
conversación que se llevarían los turistas y se repetiría cada vez que abrieran
el periódico para leer otro informe, ver a otro detenido en grilletes, oír otra
justificación de la necesidad de torturar.
De alguna parte oí el nombre de José Padilla, el ciudadano estadounidense
detenido por tres años sin imputarle cargos, pero considerado “combatiente
enemigo”. En unas escenas que se acaban de publicar lo vimos con grilletes y
cadenas, con anteojeras y orejeras para que no tuviera contacto humano al
llevarlo al dentista. Esa tortura es tan premeditada y punitiva que seguro
hubiera impresionado a Heinrich Himmler. Nuestra presencia hacía más real estos
horrores para los que nos veían.
Cuando estábamos a punto de irnos ese día, una señora vestida de rosado y
blanco se acercó a mí. El pelo lo tenía arreglado como esas amas de casa que van
a la iglesia, llevan los hijos a los partidos de fútbol, pasan el tiempo
haciendo compras en los centros comerciales; así de común y corriente. Me tomó
del brazo y fijó la mirada donde sospechaba que estaban mis ojos y me dijo: “Soy
de Houston y me siento muy orgullosa de usted. Gracias. Gracias. Gracias por
esto”.
Al igual que las Dixie Chicks, sentía vergüenza de que Bush sea de su estado.
Cargaba un montón de bolsas de Macy’s, sus hijos todavía esperaban regalos
debajo del árbol, pero estaba conmovida al escucharnos decir que ni la tortura
ni las guerras injustas terminarán hasta que saquemos al gobierno responsable de
eso. Nos dio su correo eléctrico y número de teléfono. Otra vez me tomó del
brazo y me dijo: “No quiero decirles a mis hijos que permití todo esto”.
Al continuar la tortura, el silencio es complicidad. No se trata solo de
cambiar el gobierno, sino de cambiar a la gente que no le gusta lo que está
pasando pero que está aprendiendo a aceptarlo. Todavía hay tiempo para hacerles
recapacitar, pero no queda mucho tiempo. Nos toca hacerlo a nosotros, los que
todavía podemos hacer compras y hablar, ponernos capuchas y hacer cosas así, los
que podemos retar a otros a que despierten para que junto a millones más paremos
todo esto en seco.
Como escribió Ariel Dorfman en un artículo que publicó el Washington
Post cuando se aprobó la Ley de Comisiones Militares y se legalizó la
tortura en este país: “¿No puede este país [Estados Unidos], el más poderoso del
mundo, comprender que cuando se permite que sus agentes torturen a un ser
indefenso, no solo se corrompen la víctima y el victimario, sino que la sociedad
entera, todos lo que insisten en que no es para tanto, todos los que no quieren
admitir lo que se está haciendo para que ellos duerman tranquilamente de noche,
todos los ciudadanos que no salieron a la calle para protestar y pedir que
renunciara toda autoridad que sugiera, que siquiera susurre, que la tortura es
inevitable, una noche oscura a la que tenemos que entrar si queremos sobrevivir
en estos tiempos peligrosos?”.
¡Hazte voluntario para traducir al español otros artículos como este! manda un correo electrónico a espagnol@worldcantwait.net y escribe "voluntario para traducción" en la línea de memo.
E-mail:
espagnol@worldcantwait.net
|