09-07-2006
Ningún ser humano es ilegal
Howard Zinn
La Jornada
Los vigilantes se sientan en la frontera, con armas en el regazo, buscando
detectar a quienes intenten cruzar. Bush promete enviar a 6 mil efectivos de la
Guardia Nacional y levantar un muro. Los archiconservadores amenazan convertir
en felonía la condición de indocumentados y las acciones de quienes les ayuden.
Pero los inmigrantes procedentes del sur de la frontera, junto con sus
simpatizantes, se han venido manifestando, en el orden de cientos de miles, en
pro de los derechos de los que nacieron fuera del país, sean calificados de
legales o ilegales. Y la consigna es recurrente: "Ningún ser humano es ilegal".
La discriminación contra los nacidos en el extranjero tiene larga historia,
que se remonta a los inicios de la nación. Irónicamente, después de sumergirse
en su propia revolución, Estados Unidos estaba temeroso de alojar
revolucionarios en su seno. Francia acababa de derrocar a su monarquía. Los
rebeldes irlandeses protestaban contra el dominio británico y el nuevo gobierno
estadunidense era consciente de los "peligrosos extranjeros" -irlandeses y
franceses- en el país. En 1798, aprobó una legislación que extendía el periodo
de residencia requerido para volverse ciudadano, de cinco a 14 años. Autorizó
también al presidente a deportar a cualquier "extraño" que considerara peligroso
para la seguridad pública.
En las décadas de los 40 y 50 del siglo XIX, hubo un virulento sentimiento
antirlandés, especialmente después de la fallida cosecha de papas en Irlanda que
mató a un millón de personas y arrastró a millones al exilio, la mayoría de
ellos a Estados Unidos.
"Ni se les ocurra a los irlandeses presentar su solicitud", fue la consigna
que simbolizaba este prejuicio. Esto fue parte de un largo tren de miedos
irracionales con los que una generación de inmigrantes, que ahora estaba
bastante asimilada, reaccionaba con odio contra la siguiente oleada. Ahí está el
caso de Dennis Kearney, nacido irlandés, que se convirtió en vocero de los
prejuicios antichinos. Sus ambiciones políticas lo condujeron a él y al Partido
de los Trabajadores de California a adoptar la consigna "Los chinos deben irse".
Los chinos habían sido bien recibidos en la década de 1860 como mano de obra
barata para la construcción del ferrocarril transcontinental, pero comenzaron a
verlos, especialmente después de la crisis económica de 1873, como gente que le
quitaba empleos a los nativos. Este sentimiento se volvió norma con la ley de
exclusión de chinos de 1882 que, por vez primera en la historia de la nación,
creó la categoría de inmigrantes ilegales. Antes no había controles fronterizos.
Ahora los chinos intentaron evadir la ley cruzando desde México. Algunos
aprendieron a decir "yo soy mexicano". Pero la violencia continuó, conforme los
blancos se percataban de que sus empleos recaían en los mal pagados chinos. Y
reaccionaron con furia. En 1885, en Rock Springs, Wyoming, los blancos atacaron
a 500 chinos y masacraron a 28 de ellos a sangre fría.
En el este, los europeos eran requeridos en fábricas de prendas de vestir,
minas, textileras, o como jornaleros, canteros o cavadores de zanjas. Los
inmigrantes fluyeron del sur y el este de Europa, de Italia, Grecia, Polonia,
Rusia y los Balcanes. En la década de 1880 llegaron 5 millones de inmigrantes, 4
millones entre 1890 y 1900. Y de 1900 a 1910, arribaron 8 millones más.
Los recién llegados se enfrentaron a una enconada hostilidad. Un típico
comentario en el Sun de Baltimore era: "El inmigrante italiano no sería
más objetable que algunos otros si no fuera por su singular disposición hacia el
derramamiento de sangre, su terrible temperamento y su ánimo de venganza". En
1908, el comisionado de policía de Nueva York, Theodore Bingham, insistía en que
"la mitad de los criminales" de la ciudad son judíos.
La decisión de Woodrow Wilson de meter a Estados Unidos en la Primera Guerra
Mundial trajo amplia oposición. Para suprimirla, el gobierno adoptó una
legislación -la ley de espionaje y la de sedición- que condujo al
encarcelamiento de casi mil personas. Su delito fue protestar, de viva voz o por
escrito, la entrada de Estados Unidos en la guerra. Otra ley contemplaba la
deportación de los "extraños" que se opusieran al gobierno organizado o
promovieran la destrucción de la propiedad.
Después de la guerra, la atmósfera superpatriótica condujo a más histeria
contra los nacidos en el extranjero, intensificada por la revolución bolchevique
de 1917. En 1919, tras la explosión de una bomba frente a la casa del procurador
general A. Mitchell Palmer, se emprendió una serie de redadas contra los
inmigrantes. Los agentes de Palmer aprehendieron a 249 personas de origen ruso,
no ciudadanas, muchas de las cuales habían vivido en el país durante mucho
tiempo, y las subieron a un transporte para deportarlas a la Rusia soviética.
Entre ellas se encontraban los anarquistas Ema Goldman y Alexander Berkman. J.
Edgar Hoover, que por aquel entonces era un joven agente del Departamento de
Justicia, supervisó personalmente las deportaciones.
Poco después, enero de 1920, se arrestó a 4 mil personas en 33 ciudades, y se
les mantuvo en aislamiento por largos periodos. Luego se les juzgó en audiencias
secretas, y más de 500 fueron deportadas. En Boston, agentes del Departamento de
Justicia, auxiliados por la policía local, arrestaron a 600 personas tras
redadas en lugares públicos o después de invadir sus hogares temprano por la
mañana. Se les esposó o encadenó en grupos, y se les hizo marchar por las
calles. Fue en este ambiente de jingoísmo e histeria antinmigrantes que
sometieron a juicio a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti tras un robo y
asesinato en una fábrica de calzado en Massachussetts. Un juez y un jurado
anglosajones los declararon culpables y los sentenciaron a muerte.
En 1924, el sentimiento nacionalista y antinmigrante provocó que el Congreso
aprobara una ley nacional de cuotas de origen. Estas cuotas impulsaron la
migración desde Inglaterra, Alemania y Escandinavia, pero limitaron
estrictamente la migración procedente del sur y el este de Europa.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la atmósfera de guerra fría e histeria
anticomunista condujo a la ley McCarran-Walter, de 1952, que fijó cuotas de 100
inmigrantes de cada país de Asia. Los inmigrantes procedentes del Reino Unido,
Irlanda y Alemania habrían de absorber 70 por ciento de la cuota anual de
inmigración. La ley revivió también, en forma virulenta, la legislación contra
los "extraños" de 1798, y creó la base ideológica para la exclusión de
inmigrantes y el trato recibido por todos los residentes nacidos en el
extranjero que podían ser deportados por "cualquier actividad perjudicial al
interés público" o que fuera "subversiva de la seguridad nacional". Los no
ciudadanos sospechosos fueron apresados y deportados.
Los grandes movimientos sociales de los 60 del siglo XX condujeron a
numerosas reformas legislativas: derechos de voto para los negros, atención de
salud para los ancianos y los pobres y una ley que abolía el sistema nacional de
cuotas de origen, lo que permitió que de cada país entraran 20 mil inmigrantes.
Pero ese respiro no duró.
En 1995, fue bombardeado el edificio federal de Oklahoma City, lo que
ocasionó la muerte de 168 personas. Pese a que los dos convictos por el crimen
eran estadunidenses, al año siguiente el presidente Clinton aprobó la ley
antiterrorista y de pena de muerte efectiva, que contenía previsiones
especialmente duras contra personas nacidas en el extranjero. La ley
reintrodujo, para inmigrantes y ciudadanos, el principio, propio de la era
macartista, de la culpabilidad por asociación. Es decir, podía meterse a alguien
a la cárcel -o ser deportado si había nacido en el extranjero- no por algo que
hubiera cometido, sino por el apoyo a cualquier grupo designado de "terrorista"
por el secretario de Estado. El gobierno podía negarle visas a cualquier
individuo que deseara entrar a Estados Unidos si era miembro de alguno de esos
grupos, aun si las acciones del grupo apoyado por dicho individuo fueran
perfectamente legales. Con la nueva ley, una persona marcada para ser deportada
no tenía derechos procesales, y podía ser deportado sobre la base de evidencia
secreta.
Que Clinton firmara esta ley reafirmó el hecho que enfocarse contra los
inmigrantes y privarlos de derechos constitucionales no era una política
exclusiva republicana sino también demócrata que, en la atmósfera militar de la
Primera Guerra Mundial y la guerra fría, se unieron en ataque
bipartidista contra los derechos de nativos y nacidos en el extranjero.
En la estela de la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de
septiembre de 2001, Bush declaró "una guerra al terrorismo". Un clima de temor
se esparció por toda la nación y muchas personas nacidas en el extranjero se
volvieron objeto de sospecha. El gobierno contaba ahora con los nuevos poderes
legales de la ley patriota de 2001, lo que le otorgó al procurador general la
potestad de encarcelar a cualquiera que hubiera nacido en el extranjero y que él
señalara de "sospechoso de terrorismo". Para esto no requería de pruebas ni
necesitaba mostrarlas; todo dependía de su palabra. Y así, los detenidos podían
permanecer presos indefinidamente, sin que se requirieran pruebas del gobierno
ni se hiciera audiencia alguna. La ley fue aprobada con respaldo masivo de ambos
partidos, el demócrata y el republicano. En el Senado, sólo una persona, Russ
Feingold, de Wisconsin, votó en contra.
En la excitada atmósfera de la "guerra contra el terrorismo" era predecible
que como efecto hubiera violencia contra gente nacida fuera de Estados Unidos.
Por ejemplo, tan sólo cuatro días después de los sucesos del 11 de septiembre,
un estadunidense, de origen sij, de 49 años, que realizaba trabajos de
jardinería afuera de su estación de gasolina en Mesa, Arizona, fue acribillado a
tiros por un hombre que le gritó: "Estoy con América hasta el fin". En
febrero de 2003, un grupo de adolescentes de Orange County, California, atacó
con palos de golf y tubos a Rashid Alam, joven estadunidense de origen libanés,
de 18 años. El joven quedó con la mandíbula fracturada, heridas punzocortantes y
daños en la cabeza.
Poco después del 11 de septiembre, documentó el Center for Constitutional
Rights y Human Rights Watch, musulmanes de varios países fueron detenidos y
recluidos por varios periodos en minúsculas celdas sin ventanas, golpeados con
frecuencia y torturados. Como lo informó el New York Times, "cientos de
no ciudadanos fueron apresados por violaciones a su visa en las semanas
posteriores al 11 de septiembre, y detenidos por meses en el muy criticado
centro federal de detención de Brooklyn como "personas de interés" para
investigadores del terrorismo, para luego deportarlos".
Los musulmanes fueron blanco especial de la vigilancia y el arresto. Miles
fueron detenidos. Anthony Lewis, columnista del New York Times, refirió
el caso de un hombre que, desde antes del 11 de septiembre, fue arrestado de
acuerdo con evidencia secreta. Cuando un juez federal determinó que no había
razón para concluir que el hombre era una amenaza para la seguridad nacional, se
le liberó. Sin embargo, después del 11 de septiembre el Departamento de
Justicia, ignorando la decisión del juez, lo volvió a encarcelar y lo mantuvo en
confinamiento solitario 23 horas al día sin permitir que su familia lo visitara.
Conforme escribo esto, republicanos y demócratas intentan una medida
conciliatoria respecto de los derechos de los inmigrantes. Pero en ninguna de
estas propuestas hay el reconocimiento de que merecen los mismos derechos que
cualquier persona. Olvidando o más bien ignorando la indignación de las personas
amantes de la libertad ante la construcción del Muro de Berlín, y la exaltación
que produjo su caída, habrá un muro en la frontera sur, en California y Arizona.
Dudo que haya alguna figura pública que señale que este muro intenta mantener a
los mexicanos fuera de la tierra que le fue violentamente arrebatada a México en
la guerra de 1846-1848.
Unicamente las manifestaciones en tantas ciudades de todo el país nos
recuerdan las palabras labradas en la Estatua de la Libertad en el puerto de
Nueva York: "Dénme sus cansadas, sus pobres, sus amontonadas masas, que anhelan
respirar con libertad, esos desencajados residuos de vuestras fecundas costas.
Envíenme a éstos, los descastados, los aventados por la tempestad, a mí. Levanto
mi luz junto a la puerta dorada". En la ola de ira contra las acciones
gubernamentales de los 60, había cartonistas que dibujaban la Estatua de la
Libertad con un paño que le cubría los ojos. La venda en los ojos permanece,
aunque ésta sea simbólica, hasta que actuemos, sí, asumiendo que "ningún ser
humano es ilegal".
Traducción: Ramón Vera Herrera
* Howard Zinn es coautor, con Anthony Arnove, de Voices of a People's
History of the United States. Este artículo, aparecido en The
Progressive, en su número de julio de 2006, es una adaptación que escribiera
para el próximo libro de Deepa Fernandes: Targeted: Homeland Security and the
Business of Immigration.
¡Hazte voluntario para traducir al español otros artículos como este! manda un correo electrónico a espagnol@worldcantwait.net y escribe "voluntario para traducción" en la línea de memo.
E-mail:
espagnol@worldcantwait.net
|