Robert Fisk
Guerra sin fin: la brutalidad en Afganistán ha durado siglos
21 de noviembre de 2008
De vuelta en Afganistán, la mente se ocupa del insignificante tema del
salvajismo. No la rutinaria crueldad de la guerra, sino la inhumanidad
deliberada con que nos comportamos. La tortura y el asesinato de prisioneros en
este penoso lugar –al estilo estadunidense en Bagram y al estilo talibán en
Helmand–, es una rutina de la historia. Existe siempre la intención de volver
más dolorosa hasta una ejecución. Un cuchillo es más terrible que una bala.
El culto del atacante suicida en Medio Oriente comenzó sus días en Líbano, se
mudó a Palestina, llegó a Irak, se coló a través de la frontera hasta aquí,
Afganistán y atravesó sin esfuerzo el paso de Jiber hacia Pakistán, Y Nueva
York. Y Washington. Y Londres...
¿Acaso los seres humanos en guerra –en cualquier guerra– están destinados por
definición a cometer atrocidades? El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR)
trató de responder a esta pregunta en un reporte publicado hace cuatro años.
¿Ignoran los combatientes las leyes humanitarias internacionales? Me parece poco
probable.
Simplemente no les importa. La Cruz Roja entrevistó a cientos de combatientes
en Colombia, Bosnia, Georgia –aquí al parecer el comité advirtió un presagio– y
Congo, y sugirió que aquellos que cometieron actos execrables se ven como las
víctimas y se convencen de que ello les da el derecho de actuar como salvajes
con sus adversarios. Desde luego esto aplica en el conflicto palestino-israelí,
definitivamente ocurrió con los serbios de Bosnia –en lo referente a Georgia no
estoy seguro– y desde luego así se sienten los talibanes (sobre todo desde que
bombardeamos cada vez más bodas).
La crueldad es a menudo defendida por lo que constituye un verdadero
guardaespaldas idiomático que consta de frases hechas: “operación policial”,
“limpieza”, “barrido”, “ataques con precisión quirúrgica”, sobre todo cuando se
puede matar a control remoto, y en especial cuando los medios no están presentes
para mostrar la realidad del conflicto.
Este es evidentemente el caso en la actualidad, cuando ningún periodista se
atreve a merodear por las calles de los poblados de Helmand, o las calles de
Baquba en Irak, o para el caso, las aldeas en la frontera paquistaní. La guerra,
al parecer, nunca ha recibido peor cobertura. Y esto complace tanto a los buenos
como a los malos; prefieren regodearse en su brutalidad sin ser vistos.
No hay nada nuevo en esto. De la Batalla de Omdurman –en la que los
británicos ejecutaron a todos los árabes que quedaron heridos– el joven Winston
Churchill describió una escena que ahora es cotidiana en la tierra que entonces
se conocía como Mesopotamia y otra que ya entonces se llamaba Afganistán.
Él habló de “espeluznantes apariciones”, de “caballos vomitando sangre,
tratando de caminar con tres patas, hombres cojeando, hombres sangrando de
heridas terribles, que parecían arponeados, otros tenían los brazos y los
rostros hechos pedazos, las entrañas saliéndose. Hombres que gemían, lloraban,
caían, expiraban...”. A estos hombres podemos sumar las niñas en edad de escolar
víctimas de un atentado suicida con bomba, esta misma semana, en Bagdad.
Durante una anterior campaña militar en la frontera Noroeste, Churchill pudo
apreciar cómo los ancestros de los talibanes lidiaban con un militar británico
herido: El líder de “media docena de pashtunes armados con espadas que se
lanzaron sobre la figura postrada y cada uno le dio tres o cuatro tajos con su
espada. En ese momento olvidé todo excepto mi deseo de asesinar a este hombre.
Llevaba mi larga espada de batalla bien afilada... El salvaje me vio aproximarme
a él...”. Bueno, he aquí algo como para poner a pensar al CICR.
Asimismo, vale recordar que las guerras afganas siempre han sido espantosas.
Sir Mortimer Durand –el mismo que creó la línea Durand, que finge ser la
frontera afgana-paquistaní, y que es cruzada impunemente por estadunidenses y
talibanes con el fin de asesinarse mutuamente–, fue testigo de primera mano de
la crueldad de la guerra en Afganistán.
“Durante las misión en el valle de Chardeh, el 12 de diciembre de 1879”,
escribió, “dos escuadrones de la novena división de lanceros recibió órdenes de
atacar a los afganos con la esperanza de ahorrar munición. La embestida fracasó,
y más tarde hallamos a algunos de nuestros muertos horriblemente mutilados por
los cuchillos de los afganos... yo lo vi todo...”
Sin embargo, el mismo Durand se opuso profundamente a lo dicho por el general
Frederick Roberts –quien debe su fama a Kandahar– tras el asesinato de una
misión de diplomáticos británicos en Kabul. Describió estas muertes como “un
crimen traicionero y cobarde, que ha de causar indeleble vergüenza al pueblo
afgano... Todas las personas que resulten detenidas y acusadas de estar
involucradas (en los asesinatos) sufrirán la inclemencia propia de los desiertos
de estas tierras”.
Durand se opuso a Roberts por esta versión victoriana de la amenaza que
George W. Bush lanzaría contra los afganos 122 años más tarde.
“Me pareció sumamente erróneo tanto en tono como en contenido”, escribió más
tarde Durand, “al grado en que estoy decidido a hacer todo lo posible para
contrarrestarlo. Usar ese lenguaje retorcido, y la absurda afectación con la que
predica moralidad histórica a los afganos, cuando que todos nuestros problemas
con ellos comenzaron por nuestra propia abominable injusticia. Esto me pareció
sumamente peligroso para la reputación del general”.
Desde luego, esto a Roberts no le hizo ni cosquillas. En esta época de las
tácticas de “shock y pavor”, cuando un general canadiense puede llamar
“escorias” a sus adversarios talibanes, los funcionarios de la OTAN permanecen
inmutables.
Deberían estudiar más. Montgomery nunca insultó a Rommel; además, llevaba
consigo en su caravana una fotografía del comandante de Deutsche Afrika Korps,
(la fuerza militar alemana enviada al norte de África en 1941. N de la T) para
recordar al hombre a quien combatía.
Al mismo tiempo, Montgomery no combatió en la era del Holocausto, de las
matanzas industriales, de los bombardeos sobre Hamburgo y Dresden. Las
convenciones de Ginebra del 12 de agosto de 1949 supuestamente pondrían fin a la
destrucción masiva de la vida humana. Y el presidente Bush las hizo trizas.
Sé que es fácil ridiculizar a la Cruz Roja. Hay algo pontificante en todas
las convenciones posguerra. Sin embargo, aparte de algunos precedentes de ley
internacional, es lo único que tenemos. Quizá haya que repartir un millón de
ejemplares de la Convención de Ginebra en idioma pashtu a los talibanes y sus
seguidores, así como a los combatientes de la OTAN, quienes ganarán la guerra en
Afganistán, según cree absurdamente Barack Obama.
Dudo que eso resolviera algo. La condición de víctima se asienta cómodamente
en los hombros de todos. Si Osama Bin Laden tiene conciencia, ésta quedará
tranquila gracias la destrucción del último califato, la ocupación colonial del
mundo musulmán, la muerte de millones de árabes. Y si nosotros tenemos
conciencia ¿qué es lo que hacemos? Decir “acuérdense del 9-11”. Y así seguimos
incesantemente.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
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