Domingo, 26 de Octubre de 2008
... ser un guardia en Guantánamo
POR CHRISTOPHER ARENDT
Me gustaba trabajar en el turno noche, porque cuando estaban despiertos, sólo
quería pedirles perdón. Mientras dormían, en cambio, eso no me preocupaba, y
podía ir y venir por los pasillos toda la noche.
Era siempre uno el detenido que comenzaba el llamado a la plegaria de las
cinco de la mañana. Era siempre el detenido de la última celda. Cantaban de una
manera hermosa. Era escalofriante escuchar a cuarenta y ocho detenidos
despertarse para cantar al unísono esta canción increíblemente hermosa que nunca
pude entender, porque el árabe está lejos de mis posibilidades.
El Campo Delta se encuentra en un acantilado frente al mar. Nunca había visto
el océano antes. Y no fueron pocos los momentos en el ejército en que se
superponían las atrocidades que sucedían y lo hermoso del lugar. Mirar a los
detenidos prepararse para su plegaria mientras el sol asomaba en el horizonte
fue uno de los momentos más confusos de mi vida.
Cada día caminás ese pasillo con cuarenta y ocho personas en dos filas de
veinticuatro celdas, y no tenés idea de por qué están ahí. Uno los alimenta, y
si se ponen locos, los rocía con este spray químico a base de petróleo. Después,
entran cinco tipos para molerlos a palos.
Crecí en Charlotte, Michigan. Esta fue la primera vez que conocí a una
persona musulmana. Mi familia vivía en un trailer, sobre una plantación de
choclo, al costado de un camino. Me enrolé a los 17, el 20 de noviembre de 2001.
Y, mi Dios, conocí a mucha gente nueva en el ejército.
Había comprado dos porno antes de salir para Cuba, y no imaginaba que me
deprimiría tanto que ni esas películas me interesarían. Terminé rompiéndolas y
empapelando la pared con las cubiertas. Mi madre me había enviado unos stickers
de dinosaurios, así que cubrí las zonas más obscenas con ellos y me pasé horas
contemplándolos.
Durante los meses que estuve ahí, pasé más de la mitad del tiempo de trabajo
cuidando a los prisioneros. Fue tiempo suficiente para quebrarme. Até una soga
al ventilador de techo de mi habitación y traté de ahorcarme, pero el ventilador
se zafó. Eso fue dos meses antes de volver a casa.
Lo que extraño son los vasos. A los detenidos sólo se les permitía tener unos
vasos de poliuretano, en los que dibujaban y escribían. Aunque no estoy del todo
familiarizado con la cultura musulmana, aprendí que no dibujan la figura humana,
y dibujan muchas flores. Cubrían los vasos de flores. Y después nosotros
debíamos retirarlas. Era ridículo: ¡las enviábamos a la oficina de Inteligencia
Militar! Ahí las miraban y las tiraban. Yo amaba esos vasos.
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