Revolución 146, 26 de octubre
2008
Estados Unidos en Afganistán:
Una guerra por imperio, y no una “guerra buena” convertida en mala
Parte 2: Aprovechar el 11-S para lanzar una guerra
imperial
Larry Everest
La guerra en Afganistán no es una “guerra buena” convertida en mala. Ha
sido una guerra injusta e imperialista de conquista e imperio desde el inicio.
La primera parte documenta lo que hizo el gobierno estadounidense en los años
90, después de la caída de la Unión Soviética, para forjar un imperio mundial
indisputable, que sentó los cimientos para la llamada “guerra contra el terror”.
La segunda parte explica cómo, justo después del 11 de septiembre, el régimen de
Bush concibió y lanzó esa “guerra contra el terror” a fin de lograr estos
objetivos imperialistas, guerra que había estado en preparación durante una
década.
Aproximadamente cinco horas después de que aviones secuestrados se
estrellaron contra el World Trade Center y luego el Pentágono el 11 de
septiembre, Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de George W. Bush, ordenó a
un ayudante que trazara planes de guerra. Sus instrucciones: “A gran escala.
Arrásalo con todo. Cosas relacionadas [a los ataques] y no relacionadas”.
En muchos sentidos, la orientación de Rumsfeld llegó a resumir la respuesta
de los imperialistas norteamericanos al 11-S. Se aprovecharon de esos ataques
para lanzar una guerra de imperio injusta y sin límites con el lema de la
“guerra contra el terror”, empezando con Afganistán, luego Irak, con al menos
cinco otros países en la lista de blancos. Así que ninguna de estas guerras —ni
Afganistán ni Irak— fueron “guerras buenas” convertidas en malas. Desde el
principio, fueron parte de una sola y muy amplia guerra imperialista de
conquista y mayor imperio. Y siguen siendo actualmente injustas guerras
imperialistas de agresión.
Se puede ver todo esto claramente por las discusiones y la secuencia de las
decisiones tomadas por el régimen Bush en los días y semanas después del
11-S.
Empezando horas después de los ataques del 11-S y continuando durante la
semana siguiente, altos funcionarios de Bush empezaron una serie de discusiones
secretas para elaborar su respuesta. Los informes de Bob Woodward sobre esto en
el Washington Post, junto con otros informes e información
confidencial, explican claramente que la invasión de Afganistán y la “guerra
contra el terror” entera no fueron fundamentalmente respuestas a los ataques del
11-S. Ni tenían el objetivo de castigar a los responsables para los ataques, ni
de prevenir futuros ataques contra Estados Unidos.
Al contrario, la invasión de Afganistán de octubre de 2001 (y luego de Irak
en marzo de 2003) se concibieron como las primeras salvas de una “guerra contra
el terror” a largo plazo cuyos verdaderos y interrelacionados objetivos
abarcaron derrotar (incluido en el frente ideológico) a las fuerzas
fundamentalistas islámicas anti-Estados Unidos, derrocar a los estados que no
están totalmente bajo el control de Estados Unidos o que están alentando
movimientos islámicos anti-Estados Unidos, reestructurar el Medio Oriente y Asia
central en su totalidad, y tomar un control más profundo de críticas fuentes y
rutas de transporte de energéticos estratégicos. Estos objetivos diferentes
fueron combinados por el objetivo general y fundamental de expandir y fortalecer
el poder estadounidense y crear un imperio imperialista global indisputable sin
rival. Esta “guerra contra el terror” solidificó una década de planeación de los
neoconservadores en una nueva gran estrategia global, y subsumió la planeación
previa, en particular acerca de Afganistán.
Bush sobre el 11-S: El “Pearl Harbor del siglo 21”
Desde el principio, el “gabinete de guerra” de Bush, que incluyó al
vicepresidente Dick Cheney, al secretario de Defensa Donald Rumsfeld, a la
asesora de Seguridad Nacional Condoleezza Rice, al secretario de Estado Colin
Powell, al director de la CIA George Tenet y a menudo al subsecretario de
Defensa Paul Wolfowitz, sintieron una necesidad aguda de responder de forma
masiva y violenta a aquellos que atacaron a Estados Unidos a fin de mantener la
credibilidad global de Estados Unidos. Creyeron que los ataques reflejaban un
peligro más profundo y más amplio al poder global yanqui: el crecimiento de un
fundamentalismo islámico militante antiestadounidense así como la continua
inestabilidad en el Medio Oriente y Asia central que amenazaban la hegemonía
estadounidense.
Vieron una oportunidad rara e histórica para lanzar una guerra amplia y
lograr los objetivos estratégicos importantes a los que han aspirado mucho
tiempo. Su enfoque, aun desde el principio, nunca fue simplemente responder a
los ataques, encontrar a los responsables, ni prevenir futuros ataques.
Un año antes, algunos neoconservadores previeron que se haría falta
exactamente esta clase de sacudida repentina para iniciar y lanzar sus planes
por un imperio mayor: “Es probable que el proceso de transformar [la posición
global norteamericana], aunque traiga un cambio revolucionario, sea largo, salvo
que haya un sucesos catastróficos y catalíticos, tal como un nuevo Pearl
Harbor”, escribió en septiembre de 2000 el Proyecto por un Nuevo Siglo
Norteamericano. La noche del 11-S, Bush escribió en su diario “el Pearl Harbor
del siglo 21 tomó lugar hoy”.
Bush y su equipo analizaron la necesidad de actuar con rapidez “para sacar
provecho de la ira internacional ante el ataque terrorista”. Reconocieron que
los ataques les dieron una oportunidad política de actuar con fuerza para
“cambiar las placas tectónicas” del poder global, como dijo la secretaria de
Estado Rice, llamando el período pos-sovi&e acute;tico uno “no solamente de
peligro grave, sino de oportunidad enorme”. Un alto funcionario de Bush que
quería quedarse anónimo dijo a Nicholas Lemann del New Yorker que el
11-S fue un “momento transformativo” no porque “reveló la presencia de una
amenaza de la cual los funcionarios previamente no se daban cuenta”, sino porque
“redujo dramáticamente la resistencia habitual del público norteamericano a
incursiones militares de Estados Unidos en el extranjero, al menos por un
tiempo... Ya que ha sido atacado Estados Unidos, las opciones son mucho más
amplias”. Así que el equipo de Bush conscientemente trabajó para traducir el
choque y el profundo dolor generados por el 11-S en un mandato para una guerra
sin límites.
Desde el principio, el equipo de Bush concibió esta ofensiva como una guerra
amplia y global. Nunca fue simplemente una campaña contra el Talibán, Al Qaeda y
Osama bin Laden, y la retórica y los planes estadounidenses reflejaban eso, y se
escalaron rápidamente mucho más lejos que los sucesos del 11-S. La mañana del
11-S Bush había dicho simplemente que Estados Unidos “cazaría y castigaría a
aquellos responsables de estos ataques cobardes”. Al fin del día, su gabinete de
guerra ya había decidido atacar a varios gobiernos y fuerzas políticas
antiestadounidenses.
La tarde del 11-S Bush intensificó su retórica: “No vamos a distinguir entre
los terroristas que cometieron estos actos y aquellos que les dan cobija”. Al
día siguiente aumentó la apuesta de nuevo, diciendo que los ataques “fueron más
que actos de terror. Fueron actos de guerra”. Una semana después, el 20 de
septiembre de 2001, Bush pronunció un discurso ante una sesión conjunta del
congreso y aumentó la apuesta aún más comprometiendo a Estados Unidos a una
prolongada “guerra contra el terror” contra “todo grupo terrorista de alcance
global” y “todo país que siga cobijando o apoyando el terrorismo”. Luego, lanzó
un ultimátum al gobierno del Talibán de Afganistán, donde Al Qaeda tenía una
base de operaciones. Estados Unidos lanzó la guerra contra Afganistán el 7 de
octubre de 2001.
Guerra global, ambiciones regionales
Mientras tanto, entre bastidores, el equipo de Bush en secreto había estado
debatiendo si atacar inmediatamente a Irak o no — aunque sabían que Irak no
tenía nada que ver con el 11-S. Para el 17 de septiembre, habían decidido
empezar con Afganistán pero no atacar a Irak — al menos no en ese momento.
La enormidad de su agenda emergente requirió un enfoque de paso a paso, y
según el Washington Post, creyeron que “necesitarían obtener tempranos
éxitos en cualquier guerra para mantener el apoyo interno e internacional”. Bush
le dijo a Woodward, “[S]i pudiéramos verificar que pudiéramos tener éxito en
este escenario [Afganistán], pues el resto de la tarea sería más fácil. Si
intentáramos hacer demasiadas cosas —dos cosas, por ejemplo, tres cosas— en el
frente militar, pues... la falta de enfoque habría sido un riesgo enorme”. Ese
día Bush firmó órdenes secretas que autorizaron la guerra contra Afganistán y
ordenó al Pentágono a que empezara a planear la guerra contra Irak — aun antes
de que se hubiera lanzado su ultimátum en contra del Talibán.
Las guerras tanto en Afganistán como en Irak se concibieron como parte de una
agenda aún más amplia. Los ataques del 11-S habían subrayado la creciente
inestabilidad en el Medio Oriente y Asia central y la propagación del
fundamentalismo islámico como un polo desestabilizador de oposición a la
hegemonía norteamericana — una ideología que se presenta como una alternativa a
la globalización capitalista y a la democracia burguesa encabezadas por Estados
Unidos. Estas fuerzas —que son completamente reaccionarias y representan el
viejo orden, tanto feudal como burgués— fundamentalmente no se oponen al capital
extranjero, pero sus intereses están en conflicto de varias maneras y a menudo
de forma aguda con Estados Unidos y sus clientes regionales.
El 18 de septiembre de 2001, Rumsfeld dijo que la mejor manera de atacar a
las redes terroristas es “secar el pantano en que viven”. Más o menos una semana
después, Wolfowitz agregó: “Vamos a intentar encontrar cada serpiente en el
pantano que podamos pero la esencia de la estrategia es secar el pantano”
(Independent, 27 de septiembre).
Piensa en estas declaraciones. El gobierno estadounidense tachó de “pantano”,
o sea de blanco, a regiones enteras que son inestables y no estaban
completamente bajo el control de Estados Unidos, regiones donde vivían cientos
de millones de personas. Y estaba emprendiendo una campaña de “secar” ese
“pantano”, conquistar y reestructurar con violencia esas regiones para aplastar
a quienquiera que se opusiera a la dominación yanqui, y para remodelar y
transformarlas con el objetivo tanto de socavar a las fuerzas sociales que
alientan el fundamentalismo islámico anti-Estados Unidos como de integrar esas
regiones más plena y directamente en el imperio estadounidense.
El general retirado Wesley Clark le dijo a Democracy Now! (2 de
abril de 2008) que diez días después del 11-S estaba en el Pentágono y un alto
funcionario le dijo: “Hemos tomado la decisión de que vamos a ir a la guerra
contra Irán”, y que unas semanas después el mismo funcionario le dijo que un
memorándum (probablemente de Rumsfeld) circulaba “que describe cómo vamos a
derrotar a siete países en cinco años, empezando con Irak, luego Siria, Líbano,
Libia, Somalia, el Sudán y al fin Irán”.
Se consolidó más ese enfoque en una reunión secreta a finales de noviembre de
2001 el que documenta Bob Woodward en su libro Negar la evidencia: Bush en
guerra, parte III (Norma S A Editorial, 25 de septiembre de 2008).
Según Woodward, después del 11-S Paul Wolfowitz, entonces subsecretario de
Defensa, creyó que Estados Unidos se encontraba ante una “crisis” y necesitó un
análisis más profundo de sus adversarios — “¿Quiénes son los terroristas? ¿De
dónde surgió esto? ¿Qué relación tiene con la historia islámica, la historia del
Medio Oriente y las tensiones contemporáneas en el Medio Oriente? ¿Qué nos
confronta?”
Wolfowitz organizó una reunión secreta de una docena de estrategas
imperialistas y antiguos funcionarios para discutir estos asuntos y elaborar una
respuesta amplia y agresiva. El resultado, informa Woodward, fue un “documento
de siete páginas a renglón cerrado intitulado ‘Delta del terrorismo’. Usaron
‘Delta’ en el sentido de la desembocadura de un río de la cual todo fluía”. El
análisis y la visión en este aún secreto memorándum aparentemente han guiado
gran parte del pensamiento del régimen de Bush desde ese entonces.
Concluyó que el 11-S no fue un incidente aislado, sino parte de un asunto más
amplio y profundo que confronta a Estados Unidos en el Medio Oriente y en el
mundo: “El 11-S no fue una acción aislada que requiere del trabajo policial y el
combate al crimen”, le dijo un participante a Woodward. Al contrario, Estados
Unidos confrontaba una “batalla de dos generaciones con el Islam radical” para
mantener el control del Medio Oriente y Asia central.
La reunión concluyó que Egipto, Arabia Saudita e Irán fueron las fuentes más
importantes de la tendencia islámica radical que Estados Unidos confrontaba,
pero sería difícil lidiar con ellos. Irak, sin embargo, fue harina de otro
costal. Estaba “más débil, más vulnerable”, según Woodward. “Concluimos que una
confrontación con Saddam fuera inevitable”, dijo un participante. “Fue una
amenaza creciente, la amenaza más grave, activa e inevitable. Estábamos de
acuerdo de que Saddam tendría que salir de la escena antes de que el problema se
resolviera”. Otro participante le dijo a Woodward que el plan fue el de empezar
con Irak y los éxitos ahí llevarían al “derrocamiento de Irán”.
Así que desde el comienzo, el régimen concibió la guerra de Afganistán y
luego la invasión de Irak en el contexto de los objetivos generales del
imperialismo yanqui y como parte de una guerra injusta más amplia por un imperio
mayor. Por eso, canalizaron mucho más recursos a la invasión de Irak que a
amarrar o reconstruir a Afganistán (o hallar a Osama bin Laden). A su parecer,
Irak tenía más importancia estratégica, tanto en términos del “efecto
demostrativo” de desbaratar a un régimen importante porque los imperialistas
creían que podrían convertir a Irak en un peldaño y modelo para el cambio de
régimen y las transformaciones impulsadas por Estados Unidos a lo largo del
Medio Oriente, como porque Irak tiene enorme reservas de petróleo.
Próximamente: Parte 3. Estados Unidos en Afganistán
La esencia de lo que existe en Estados Unidos no es democracia, sino
capitalismo-imperialismo y las estructuras políticas que lo imponen.
Lo que Estados Unidos lleva al resto del mundo no es democracia, sino
imperialismo y las estructuras políticas que lo imponen.
Bob Avakian, presidente del Partido Comunista Revolucionario,
EU. |
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